domingo, 15 de febrero de 2015

Dedicación de un silencio


Sé que para merecerte, debo ignorarte;
para que estés en mi corazón, no debes estar en mi canto
¡mi intimidad y mi silencio sean tuyos
y sea conmigo el beneficio de tus ocasos!

Borges.

viernes, 13 de febrero de 2015

La luz es como el agua


En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
- De acuerdo - dijo el papá. lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

- No - dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar-dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

- El bote está en el garaje - reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.

- Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

- Ahora nada - dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine.
los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

- La luz es como el agua- le contesté- uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tranques y escopetas de aire comprimido.

- Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada - dijo el padre-. Pero está peor que quieran además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre' - dijo Joel.

-No - dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

- Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber - dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían "El último tango en París", llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez - dijo.

-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían "La batalla de Argel", la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por lo balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final, del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pis en la maceta de los geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.


Cuento: Gabriel García Márquez.

sábado, 7 de febrero de 2015

Un hombre viene bajo la lluvia


Otras veces había experimentado el mismo sobresalto cuando se sentaba a oír la lluvia. Sentía crujir la verja de hierro; sentía pasos de hombre en el sendero enladrillado y ruidos de botas raspadas en el piso, frente al umbral. Durante muchas noches aguardó a que el hombre llamara a la puerta. Pero después, cuando aprendió a descifrar los innumerables ruidos de la lluvia, pensó que el visitante imaginario no pasaría nunca del umbral y se acostumbró a no esperarlo. Fue una resolución definitiva, tomada en esa borrascosa noche de septiembre, cinco años atrás, en que se puso a reflexionar sobre su vida, y se dijo: "A este paso, terminaré por volverme vieja". Desde entonces cambiaron los ruidos de la lluvia y otras voces reemplazaron a los pasos de hombre en el sendero de ladrillos.
Es cierto que a pesar de su decisión de no esperarlo más, en algunas ocasiones la verja volvió a crujir y el hombre raspó otra vez sus botas frente al umbral, como antes. Pero para entonces ella asistía a nuevas revelaciones de la lluvia. Entonces oía otra vez a Noel, cuando tenía quince años, enseñandole lecciones de catecismo a su papagayo; y oía la canción remota y triste del gramófono que vendieron a un corredor de baratijas, cuando murió el último hombre de la familia. ella había aprendido a rescatar de la lluvia las voces perdidas en el pasado de la casa, las voces más puras y entrañables. De manera que hubo mucho de sorprendente y maravillosa novedad, esa noche de tormenta en que el hombre que tantas veces había abierto la verja de hierro caminó por el sendero enladrillado, tosió en el umbral y llamó dos veces a la puerta.
Oscurecido el rostro por una irreprimible ansiedad, ella hizo un breve gesto con la mano, volvió la vista hacia donde estaba la otra mujer y dijo: "Ya está ahí".
La otra estaba junto a la mesa, apoyados los codos en las gruesas tablas de roble sin pulir. Cuando oyó los golpes, desvió los ojos hacia la lámpara y pareció sacudida por una terebrante ansiedad.
-¿Quién puede ser a estas horas?- dijo.
Y ella, serena, otra vez, con la seguridad de quien está diciendo una frase madurada durante muchos años.
-Eso es lo de menos. Cualquiera que sea debe estar emparamado.
La otra se puso en pie, seguida minuciosamente por la mirada de ella. La vio coger la lámpara. La vio perderse en el corredor. Sintió, desde la sala en penumbras y entre el rumor de la lluvia que la oscuridad hacía más intenso, sintió los pasos de la otra, alejándose, cojeando en los sueltos y gastados ladrillos del zaguán. Luego oyó el ruido de la lámpara que tropezó con el muro y después la tranca, descorriéndose en las argollas oxidadas.
Por un momento no oyó nada más que voces distantes. El discurso remoto y feliz de Noel, sentado en un barril, dándole noticias de Dios a su papagayo. Oyó el crujido de la rueda en el patio, cuando papá Laurel abría el portón para que entrara el carro de los dos bueyes. Oyó a Genoveva alborotando la casa, como siempre, porque siempre, "siempre encuentro este bendito baño ocupado". Y después, otra vez a papá Laurel, desportillando sus palabrotas de soldado, tumbando golondrinas con la misma escopeta que utilizó en la última guerra civil para derrotar, él solo, a toda una división del gobierno. Hasta llegó a pensar que esta vez el episodio no pasaría de los golpes de la puerta, como antes no pasó de las botas raspadas en el umbral; y pensaba que la otra mujer había abierto y sólo había visto los tiestos de flores bajo la lluvia, y la calle triste y desierta.
Pero luego empezó a precisar voces en la oscuridad. Y oyó otra vez las pisadas conocidas y vio las sombras estiradas en la pared del zaguán. Entonces supo que después de muchos años de aprendizaje, después de muchas noches de vacilación y arrepentimiento, el hombre que abría la verja de hierro había decidido entrar.
La otra mujer regresó con la lámpara, seguida por el recién llegado; la puso en la mesa, y él - sin salir de la órbita de claridad - se quitó el impermeable, vuelto hacia la pared el rostro castigado por la tormenta. Entonces, ella lo vio por primera vez. Lo miró sólidamente al principio. Después lo descifró de pies a cabeza, concretándolo miembro a miembro con una mirada perseverante, aplicada y seria, como si en vez de un hombre hubiera examinado un pájaro. Finalmente volvió los ojos hacia la lámpara y comenzó a pensar: "Es él, de todos modos. A pesar de que lo imaginaba un poco más alto".
La otra mujer rodó una silla hasta la mesa. El hombre se sentó, cruzó una pierna y desató el cordón de la bota. La otra se sentó junto a él, hablándole con espontaneidad de algo que ella, en el mecedor, no alcanzaba a entender. Pero frente a los gestos sin palabras ella se sentía redimida de su abandono y advertía que el aire polvoriento y estéril olía de nuevo como antes, como si fuera otra vez la época en que había hombres que entraban sudando a las alcobas, y Úrsula, atolondrada y saludable, corría todas las tardes a las cuatro y cinco, a despedir el tren desde la ventana. Ella lo veía gesticular y se alegraba de que el desconocido procediera así; de que entendiera que después de un viaje difícil, muchas veces rectificado, había encontrado al fin la casa extraviada en la tormenta.
El hombre empezó a desabotonarse la camisa. Se había quitado las botas y estaba inclinado sobre la mesa, puesto a secar al calor de la lámpara. Entonces, la otra mujer se levantó,caminó hacia el armario y regresó a la mesa con una botella a medio empezar y un vaso. El hombre agarró la botella por el cuello, extrajo con los dientes el tapón de corcho y se sirvió medio vaso de licor verde y espeso. Luego bebió sin respirar, con una ansiedad exaltada. Y ella, desde el mecedor, observándolo, se acordó de esa noche en que la verja crujió por primera vez - ¡hacia tanto tiempo! - y ella pensó que no había en la casa nada que darle al visitante, salvo esa botella de menta. Ella le había dicho a su compañera: " Hay que dejar la botella en el armario. Alguien puede necesitarla alguna vez". La otra le había dicho: "¿Quién?". Y ella: "Cualquiera", había respondido. "Siempre es bueno estar preparados por si viene alguien cuando llueve". Habían transcurrido muchos años desde entonces. Y ahora el hombre previsto estaba allí, vertiendo más licor en el vaso.
Pero esta vez el hombre no bebió. Cuando se disponía a hacerlo, sus ojos se extraviaron en la penumbra, por encima de la lámpara, y ella sintió por primera vez el contacto tibio de su mirada. Comprendió que hasta ese instante el hombre no había caído en la cuenta de que había otra mujer en la casa; y entonces empezó a mecerse.
Por un momento el hombre la examinó con una atención indiscreta. Una indiscreción tal vez deliberada. Ella se desconcertó al principio; pero luego advirtió que también esa mirada le era familiar y que no obstante su escrutadora y algo impertinente obstinación había en ella mucho de la traviesa bondad de Noel y también un poco de la torpeza paciente y honrada de su papagayo. Por eso empezó a mecerse, pensando: "Aunque no sea el mismo que abría la verja de hierro, es como si lo fuera, de todos modos". Y todavía meciéndose, mientras él la miraba, pensó: "Papá Laurel lo habría invitado a cazar conejos en la huerta".
Antes de la media noche la tormenta arreció. La otra había rodado la silla hasta el mecedor y las dos mujeres permanecían silenciosas, inmóviles, contemplando al hombre que se secaba junto a la lámpara.
Una rama suelta del almendro vecino golpeó varias veces contra la ventana sin ajustar y el aire de la sala se humedeció, invadido por una bocanada de intemperie. Ella sintió en el rostro la cortante orilla de la granizada, pero no se movió, hasta cuando vio que el hombre escurrió en el vaso la última gota de menta. Le pareció que había algo simbólico en aquel espectáculo. Y entonces se acordó de papá Laurel, peleando solo, atrincherado en el corral, tumbando soldados del gobierno con una escopeta de perdigones para golondrinas. Y se acordó de la carta que le escribió el coronel Aureliano Buendía y del título de capitán que papá Laurel rechazó, diciendo: "Díganle a Aureliano que esto no lo hice por la guerra, sino para evitar que esos salvajes se comieran mis conejos".
Fue como si en aquel recuerdo hubiera escanciado ella también la última gota de pasado que le quedaba en la casa.
- ¿Hay algo más en el armario? - preguntó sombríamente.
Y la otra, con el mismo acento, con el mismo tono en que suponía que él no habría podido oírla, dijo:
- Nada más. Acuérdate que el lunes nos comimos el último puñado de habichuelas.
Y luego, temiendo que el hombre las hubiera oído, miraron de nuevo hasta la mesa pero sólo vieron la oscuridad, sin la mesa y el hombre. Sin embargo, ellas sabían que el hombre estaba ahí, invisible junto a la lámpara exhausta. Sabían que no abandonaría la casa mientras no acabara de llover, y que en la oscuridad la sala se había reducido de tal modo que no tenía nada de extraño que las hubiera oído.




Cuento: Gabriel García Márquez.

jueves, 5 de febrero de 2015

Donar


En estos tiempos todo tiene palabras
y no importa el que remite,
sino lo que se paya:

Hoy mi tinta nace azul
como tus venas anémicas,
bajo el tamiz de luz.
¿Conoces el velo qué te distancia de los demás?
Adentro tuyo,
las vías más rojas que nunca
parten desde el mismo lugar que amas.

Somos en esencia
un alma enferma de letras
y un cuerpo que las padece.
Llora hasta purgarte de ellas,
que tus lágrimas sean de sangre
y partan desde el mismo lugar que amas.

hoy mi tinta es roja
como sus heridas oxidadas con el aire
o como su sollozo y su mar interior,
que ahora bombea con más presión,
eso que partió desde el mismo lugar que alguien antes amó.




lunes, 2 de febrero de 2015

Todo amor que exista en esta vida


Quiero la suerte de un amor tranquilo
con sabor a fruta mordida.
Bebernos la vida en hamaca de red.
matando la sed con la saliva.

Ser tu pan, ser tu comida.
Todo amor que exista en esta vida,
y dos monedas como garantía.

Y ser artista de la convivencia,
por el infierno y cielo de los días.
Por la poesía que nunca se vive
transformar el tedio en melodía.

Ser tu pan, ser tu comida.
todo amor que exista en esta vida,
y algún veneno anti-monotonía.

Y si encontrara tu fuente escondida,
te alcanzo en pleno la miel y la herida.
y el cuerpo entero como un huracán:
boca, nuca, mano y a tu mente: paz.

Ser tu pan, ser tu comida.
Todo amor que exista en esta vida,
y algún remedio que me dé alegría...





Letra: Cazuza, vocalista de la banda carioca Barao Vermelho.
Se puede encontrar también el cover de Pedro Aznar del tema.