lunes, 19 de octubre de 2015

El duende


Esa tarde todo lo que me rodeaba me recordaba a mi abuelo, no sólo el libro de Bioy Casares que iba a ver si conseguía en el Parque Rivadavia, con anotaciones y subrayado como a mí me gusta leerlos. A él también le gustaba leerlos así, porque decía que venían dos historias en una.
Me encontraba más sensible de lo que acostumbraba y era como si me quisiera anunciar algo secreto en un código que solo nosotros podríamos comprender.
El pasto que sangraba por culpa de los adolescentes enamorados, por ejemplo, me transportó a su reproche cuando me cazó despedazando el verde del jardín. Esa vez me explicó que no arrancara la flor porque moría, sino, más bien, que la admire, que la huela y que le hable. No se imaginan el poder que tienen nuestras voces sobre las flores. Con los animales también funciona. Siempre que puedo transmito esta enseñanza que parece haber sido meditada por un monje budista. Una vez leí que una flor observaba como la cuidaba una persona y que con la ayuda del viento aprendió a hablar y susurró bajito: "Es como una flor". Espero tener la suerte de escuchar que alguna diga eso de mí.
Los puestos de venta y compra de libros, que componían en su conjunto un perfecto trazado medieval, me recordaron cualquiera de las villa miseria que conocía, que las relacionaba directamente a su dura infancia en Rosario con sus llamados tíos y mal llamados familiares.
Llevaba a cuestas, el orgulloso pasatiempo de vivir en la calle durante 6 meses en la búsqueda desesperada de su madre, que se encontraba en alguna casa adinerada de Buenos Aires laburando de mucama.
Ese lapso le bastó para aprender lo necesariamente duro de la vida y querer heredarme esas historias y experiencias para que no sea un ignorante de la realidad. Lo cierto es que uno siempre discrimina y que lo importante es saber de que lado se está del muro.
En mi itinerario varias cosas me emulaban a el. Pero más que cualquier otro estimulante, aquellas personas que detrás de la muralla de libros, jugaban una furtiva partida de ajedrez. Sus silencios, llevaban a pensar en el dramático hecho de que tramaban algo o que irían a conquistar el parque montados a los caballos al grito de "jaque!". Mi abuelo tenía el don de saber cuando romper el silencio. Le tenía mucho respeto.
Explicaba que para no pelearse en el día a día, lo escribía. No comprendía el mundo y su lugar para cambiarlo siempre fue el papel.
Creía que era de esa gente que se cree un estorbo en su propia casa, pero con el tiempo descubrí que era más por el hecho tal vez inconsciente de que nunca pudo adaptar su libertinaje a cuatro paredes. Se sentía preso en las casas, le daban claustrofobia. Un trauma seguramente enraizado durante su vagabundeo adolescente. Una de esas cicatrices se hacía notar también en la cantidad de comida que hacía. Siempre casi para el doble de los que estábamos presentes. Solía traer gente de la calle a comer a casa, era muy divertido conocer gente nueva para mí. Mi vieja y mi abuela nunca fueron muy simpáticas con esta modalidad. De hecho, cuando me mandaban a dormir, escuchaba los griteríos entre ellas dos y él. Más de una vez quise levantarme a hacer esa guerra interminable más pareja. Habiendo transcurrido 20 años de estos episodios, ¿cómo no estar de su lado? Hay cosas que no entendía en mi niñez, y que para mi eran obvias.
Nos contó una vez que durante meses después de andar mendigando, se levantaba chupándose el dedo. Acotaba a la historia "cuando hay hambre parece que uno se vuelve cavernícola de sí mismo, y si también se encuentra en soledad la mente se encarga de masticar el corazón"
Lo curioso es que me acuerdo de su cara, su manera de pensar, de andar, sus cagadas a pedos, pero lamentablemente lo primero que uno olvida de alguien que se va, es su timbre de voz. Me cuesta procesarlo, pero no puedo hablar con él.
Hoy en este parque, entre tantos libros con historias, tableros de ajedrez y abuelos silenciosos disputándose el trono del rey, lo recuerdo mudo y es por eso que nos comunicamos así: el se me presenta en secreto y me muestra la esencia de las cosas. En una flor, en la corteza de un árbol y su savia, en la sonrisa de una mujer, en la luz iriscidente de un fuego que comparto con mis amigos, en el dulzor de un vino añejo, en el brillo de unos ojos verdaderos y hasta en un cielo nublado que baña a las almas con la misma tonalidad. También se me aparece en lo impalpable: en la inocencia de un niño, en la distancia que separa a dos personas que se aman y hasta en el silencio entre una nota y otra.
Mi tarea en esta conversación, se resume simplemente en transcribir sobre esa esencia que él me muestra todos los días con sus apariciones entre los vacios de las cosas. Si alguno lo está pensando, si, para mi, mi abuelo es Dios.

“El porvenir es tan irrevocable
Como el rígido ayer. No hay una cosa
Que no sea una letra silenciosa
De la eterna escritura indescifrable
Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
Es la senda futura y recorrida.
El rigor ha tejido la madeja
No te arredres. La ergástula es oscura,
La firme trama es de incesante hierro,
Pero en algún recodo de tu encierro
Puede haber una luz, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha.
Pero en las grietas está Dios, que acecha.”
J.L.Borges