domingo, 12 de julio de 2015

Las modelos


Desde hacía tiempo, mi novia trabajaba como modelo en un estudio de fotografía en el barrio de Palermo. Ese día recuerdo haberla acompañado realmente, de mala gana, pero como no tenía nada más que hacer, ni se me ocurría, ni quería ponerme a pensar, lo disimulé bastante bien creo. 
La noche anterior no había dormido. Después de acostarnos y de que ella se durmiera, me dediqué a dispararle algunas fotos a su cuerpo. Ansiaba que la luz entrara por la ventana de tal manera y no de otra, y para eso esperé alrededor de tres horas. En mi cabeza estipulé el horario en que iba a suceder el fenómeno entre ella, mi ojo y el resto, como un eclipse.
Fumé hasta que las sombras coincidían con el imaginario de lo que buscaba. La espera fue recompensada, decididamente no hay mejor modelo para fotografiar que una mujer durmiendo. 
Todas habían sido sacadas con mi antigua cámara analógica, herencia de mi abuelo, con un rollo blanco y negro para que contrasten las curvas. Ni bien levantada, me increpó y me dijo que no le saque más fotos, que se sentía invadida. Cosa que ya me había señalado en otras ocasiones, pero poco me importaba, ya que sólo se enteraba de la mitad de las veces porque era de sueño profundo.
Ella no era mala, pero era tan sincera consigo misma, que había cambiado y no lo disimulaba. Los dos habíamos cambiado. Estábamos transcurriendo esa instancia de pareja en donde cualquier palabra o hecho es motivo de gritos. 
Ese día para compensar su mal humor y no quedarme dormido, llevé mi cámara para condensar el "detrás de escena". Cuando llegamos, me presentó algunas personas que no conocía de veces anteriores. En el coloquial y ameno saludo, no le presté atención a nombres ni caras, como hace la mayor parte de las personas. 
Entre estas se encontraba una modelo muy delgada y de estatura media, con un cuerpo para nada llamativo. Me percaté solo de su fuerte presencia cuando me preguntó si tenía fuego. Uno de los productores le avisó que dentro no se podía fumar. La acompañé fuera. Me dio las gracias y se quedó callada mirando hacia la nada, sentada en el cordón de la vereda. Le pregunté si tenía uno para mí y le expliqué que no los traía porque mi novia al tener problemas de asma no lo soportaba. Me dijo que éste que le encendía era el último, y que mi novia estaba a salvo dentro, por lo cual me propuso compartirlo. No enunciamos palabra, pero nos pasábamos la humareda con la normal respiración, de tal manera que por un momento sentí que nos besábamos en el aire. 
Me seducía ese silencio que habíamos pactado sin decir nada. A la vez el humo era como la arena de un reloj que se esfumaba y me iba anunciando que mi tiempo se dirigía al final.
Cuando lo terminamos, contemplando las cenizas, supuse triste que cada uno seguiría sus vidas normalmente, como si nunca nos hubiésemos visto.
Cuando desapareció el último espiral y mientras lanzaba la colilla, anunció que una cámara colgaba de mi cuello. Le expliqué que sólo era un aficionado. Ella también lo era. Me señaló entusiasta y en tono amistoso, que podría ir a revelar rollos a su casa cuando quisiera. Luego, se volvió rápido dentro a buscar la cámara que llevaba siempre consigo, la "callejera" según las propias palabras de ella. 
Al rato la vi volver con un cigarrillo sin prender en la mano y sin cámara.
En ese lapso que estuve solo y mientras observaba como se terminaba de fundir mi relación en la colilla que estaba consumiéndose en el medio de la calle, agradecí conocerla, y me dio cierta tranquilidad que mi novia esté dentro ocupada y que horas antes no me haya tratado de la mejor manera. 
De cierta forma, así no me generaba culpa y por dentro me excusaba para seguir coqueteando con esta extraña que sentía tan cercana y a la cual tiempo después fotografié durmiendo en más de una ocasión




Fotografía: Steven Meisel para Vogue Italia.

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