viernes, 4 de septiembre de 2015

El arte de mendigar


"¿Querés pasar?". Me lo dijo con la típica sonrisa que caracteriza a los que ven a un cómplice en el otro y no le dan mucho margen para decidir.
Era inglesa y no traía solo su acento. Tenía un carácter que no había encontrado en ninguna mujer en mi vida. Era inteligente, sabía dónde y cómo proyectar su energía. En poco tiempo había aprendido todo lo que le bastaba para tener las necesidades básicas cubiertas. Entre otras cosas, sabía invitar a un hombre a su casa.
Supuse apenas la vi, que había llegado sin saber siquiera decir no, pero con el tiempo descubrí que la negación no formaba parte de su vocabulario. Le daba absolutamente todo por igual y su estado de inacción era inalterable. Una mujer impertérrita, esas de las que causan más de un dolor de cabeza.
No pude explicarme nunca por qué me seducía más cuando fumaba: lo hacía después de cada comida y de acostarnos. Me podrán juzgar: ninguna mujer me cautivaba más después de dormir que antes.
Se podría decir que del fumar hacía una performance. No emitía sonido, lo hacía de manera absorta y era mejor no dirigirle la palabra en esos momentos, solo admirarla, como quien mira a un animal salvaje en su hábitat, a distancia y en silencio. Si uno se decidía a correr el riesgo, se encontraría frente a una bestia carroñando a su presa. Se transformaba. Inhalaba fuertemente desde la boquilla (con su aliento que aún recuerdo) y aceleraba la combustión, haciéndolo desaparecer en segundos. Arqueando el pecho repleto de humo y frunciendo el ceño mientras lo hacía, lo quitaba de su boca, y para terminar de desubicarlo a uno, chistaba. Creo haber visto que también se le erizaba la piel. No era una mujer fácil de tratar. De hecho, todavía su recuerdo es una gran cicatriz en mí.
Por esa época, mi vida iba cuesta abajo. Había descubierto el arte de inyectarme los brazos, que luego por un dolor intenso en las extremidades, pasaron a la parte baja del abdomen. Era una aplicación especial, no la podía colocar cualquiera y quien la diera cobraba una fortuna de la cual no disponía. Aprendí a suministrarme la dosis solo. La gente me veía sano, pero por dentro me desgarraba de dolor.
El trasplante, esa dosis y un cóctel de diez pastillas diarias era lo que me mantenía con vida. Sumado a eso, el enterarme de la enfermedad terminal de mi madre dio nacimiento a algo que nunca había experimentado: mendigar. No era cristiano, pero apenas terminó de confesarme sobre su cruz y después de tanto tiempo, entré a una iglesia ubicada en Avenida la Plata y Rosario. No sabía cómo hacerlo realmente pero pedí la cura de su enfermedad mirando a los ojos a un Jesucristo inanimado, pidiéndole por una señal de que todo iba a estar bien. Desde aquel día le tengo un gran respeto a quien suplica por una ayuda en la calle, ya que esperan en cada persona de traje que pasa, a un Dios que les proporcione la salvación.
A nadie le gusta hacerlo. Lo hacemos cuando toda acción de nuestra parte nos parece en vano, porque no depende de nosotros, sino de algo o alguien más.
Si la vida de ella dependía de un dios al cual le rogué, experimenté al tiempo, la misma sensación pero mal dirigida: el mendigarle amor a una mujer.
La había conocido en la casa de un tío, en la cual me quedaba a dormir con mi pareja de ese entonces. Al verla supe que quería tener una aventura con ella. La acompañe mientras mi novia dormía a la parada de colectivo y antes de que se fuera, quedamos en que le iba a conseguir marihuana. Me puse en contacto con ella cuando tenía el paquete, y me preguntó si le podía hacer el favor de llevárselo, que sería recompensado.
Estaba frente a ella ahora y me invitaba a pasar a su departamento. Acepte, ya no podía volverme atrás. Subimos. No dejé que mis sentimientos se transformarán en pensamientos y la besé. Todavía recuerdo el sabor de la felicidad de ese momento en mi boca. No dormimos en toda la noche. Agotado y acomodándome a admirarla soltó una pregunta que me descolocó: “¿Cuándo te querés ir?”. Con lo cual me fui inmediatamente de su vista y todas las veces que iba hacia lo mismo. Ella me remuneraba de esa forma. En mi interior y en silencio le mendigaba amor, pero supe que era inútil. Mi madre está sana y salva, pero nunca logré una muestra de afecto de aquella mujer con la comerciaba. El día que le confesé por primera vez lo que sentía no obtuve respuesta alguna, por lo cual la hice desaparecer de mi vida. Después de todo uno sacrifica lo que más ama.


Fotografía: Robert Doisneau.

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