jueves, 19 de octubre de 2017

Cuero, piel y metal, carmín y charol.


No precisaba ver el reloj para saberlo, eran las once y media. Me habías preguntado por la hora y te contesté sin correrte la vista de encima. Nos sobraba tiempo pero era mi obligación llevarlo a cabo en ese momento. Sabía también que nos encontrábamos solos en el departamento sin siquiera conocerlo. Me sentía responsable de la situación y de esa manera me comporté. Enseguida, esbozaste la sonrisa que esperaba que hicieras y accedí a tu llamado, como quien acepta lo inevitable.
Empezaste a retroceder buscando toparte con algo que te frene el paso. Unas facciones en un rostro sin tensiones y relajado me llamaban. En mi trayecto no dejé nunca de mirarte a los ojos, los cuales noté colmados de experiencia, y eso me acobardó un poco. Te tomé por el brazo y me acerqué de a poco esperando que reacciones. Al acercarme lo demasiado pero sin llegarte a tocar, dimos inicio al acto del sentir y no ver. Así fue en principio, que como dos peces fuera del agua, nos buscamos en el aire desesperados, golpeándonos las mejillas y narices con fuerza. Parecían cornadas que surgían de la atracción que nos teníamos. Como si nuestro propósito fuera rodear al otro por completo, abrazarnos prácticamente por el cuello.
Cuando no me distraía, mi atención estaba exclusivamente puesta en vos, y te escuchaba salir a respirar a la superficie, por fuera de nuestras formas, del enredo, y sentía como te apoyabas rendida a mi oído, el cual atento y presente, esperaba la respiración entrecortada. Mi mano se zambullía en lo más hondo de tu pelo y se encontraba en la desesperación de querer tomarlo todo y que se le escurra entre los dedos. Todavía no nos habíamos besado. La bronca, el deseo o el hecho de no poseernos, hacían que entremos en un estado de canivalismo puro. El golpe de nuestras caras tornaba a una intensidad que nunca habíamos presenciado. La respiración a este punto se hacia más compleja y digna de escuchar. La otra mano, te tomó de la cara con fuerza tratando de calmarte, como queriéndote ordenar quien lleva el acto, pero fue en vano. Me tomaste por la espalda y sentí el dolor en un zarpazo. Con una de mis manos te levanté sintiéndote más liviana que nunca y te mantuve así, sin tocar el piso. El tiempo valió la pena, mi boca se entrelazó con la tuya al fin. Nos desmenuzábamos los labios, en un acto de alimentar el deseo. El deseo como sabes, es el deseo del otro y nos potenciábamos. En ese estado, un poco fatigados y mareados, fuimos a la cama. Nos alejamos lo mínimo necesario como para poder vernos con los dos ojos y tras un instinto animal, notamos que al besarnos nos hacíamos daño. No nos molestaba ni nos hacía sentir culpables. De hecho nos daba placer lastimarnos. Un placer que nacía de la falsa ilusión de que se digería una porción del otro y así, de alguna manera creer que lo poseíamos.
La sangre tibia, empezó a brotar de donde parten tus labios,y terminó cayendo a cántaros por un lado de tu mejilla siguiendo su ruta hasta la almohada de funda blanca. Al mordernos, desparramábamos un poco del otro por nuestras caras y nos fundíamos en ese acto. Las pinceladas de un rojo vivo, nos alistaban para la guerra que acababa de empezar. Lo notamos en el momento pero no nos interesaba. El verte sufrir me seducía, pero noté que el mal sentimiento era mutuo. Te tomé fuerte de la cara. Hiciste lo mismo conmigo, como si nos amenazáramos a atacarnos. Nos mostramos los dientes manchados, para ver quien había salido más ileso. Un acto digno de inseguros, ya lo sé. Enseguida, tomamos la distancia que ya conocíamos, degustamos la sangre del otro en nuestras bocas y así olimos lo ambiguo que hacia a la seducción.


Foto: Nan Goldin

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